Beatriz Zamora
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El Negro o la expresión sublime del principio esperanza

Para nombrarte habría que tener lengua de fuego, boca de Java ardiente y esperanza de gusano. Para decir tu nombre habría que besar humildemente la tierra y pedir perdón. Para nombrarte a ti tendría que hablar de todo, aprender a callar y oír el silencio. Convertirme en el todo para reducirme a la nada. Decir tu nombre es aprender a decir sí, al oír el corazón.

Beatriz Zamora, fragmento de Al Negro.

 
“El misterio es el elemento clave en toda obra de arte”, si hay una obra a la que en el arte de nuestro país cabe adjudicar par excellence esta profunda expresión con la que Buñuel describiera la fuerza de la experiencia estética esa es justo la de Beatriz Zamora. Su obra –como Roberto Vallarino apunta– nos hace recordar aquella formulación de Maurice Merleau Ponty cuando afirma que “la pintura, pura e impura, figurativa o no, no celebra otro enigma que el de la visibilidad”. El verdadero enigma de su obra se encuentra no en algo oculto sino a primera vista, en el efecto inmediato del impacto directo de una pintura absolutamente negra que pareciera no dejar más opción que la de enmudecer. Su trayectoria en la historia del arte contemporáneo es la del camino más atrevidamente iconoclasta y de difícil comprensión: el camino de la pintura abstracta sublime de vocación monocromática.

Evaluando los alcances históricos del contenido de su perspectiva estética, su obra ha sido vinculada a la búsqueda de pintores como Gauguin, Miró y Klee. Con Gauguin se le asocia por la investigación de una pintura que anhela alcanzar el reencuentro pacífico con la naturaleza y la humanidad através de la fuerza del mito exótico; con Miró por el trazado de rudimentarios garabatos protoplasmáticos que sirven como una expresión en la que se condensan complejos procesos que reflejan el origen de la vida; y con Klee por la indagación interminablemente comprometida en la recuperación de la inocencia. Incluso se la ha relacionado con Picasso –específicamente con el Picasso de los años de cubismo– por la exploración de un vocabulario de construcciones elementales como soporte en la edificación de un mundo nuevo.
 
Sin dejar de ser cierto que en Beatriz Zamora existe un vocabulario de este orden, no hay que perder de vista que justo la peculiaridad de la aventura de la abstracción en la pintura sublime reside en que se aleja del cubismo reemplazando el lenguaje geométrico por una nueva comunicación estética en la que superficies dilatadas de color, luz y nivel están ahí para invocar la infinitud.

Rastreando el origen y el sentido de lo sublime como principio estético, el importante historiador de arte de la New York University, Robert Rosenblum, ha mostrado que lo sublime, que surge con Logino, fue explorado artísticamente con pasión en el siglo XVIII e inicios del siglo XIX, a la vez que fue examinado conceptualmente por Delacroix y Reynolds o pensadores como Diderot, Burke y, ante todo, Kant. En la Crítica del Juicio, Kant presenta una formulación que sin duda forja la llave para develar el misterio de la pintura sublime: “lo bello en la natu- raleza –asevera– corresponde a la forma del objeto, que consiste en su limitación, lo sublime, en cambio, debe buscarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada la ausencia de límites (unbegrenzedtheit)”(Parte I, Libro II, parágrafo XXIII) (cursivas propias).

Desde esta develación puede comprenderse que si un principio vincula la pintura sublime romántica de artistas decimonónicos como Caspar D. Friedrich o J. M. W. Turner con la pintura sublime abstracta de artistas como Mark Rothko o Jackson Pollock que producen su obra hacia mediados del siglo XX en EU, es precisamente el de exploración de la belleza en la representación pictórica de la ausencia de toda limitación. El principio de lo sublime en la pintura está ahí para dotar de expresión a una experiencia si no inefable al menos indescriptible en términos puramente hablados: la experiencia estética de la infinitud.

A la gestación de esta vivencia artística rica y profunda que busca abrir una vía de acceso a la infinitud es a la que pertenece Beatriz Zamora. Su obra es la heredera en México del mirador edificado por la escuela de los sublimes que optaron por una vía diferente a la tradición cubista: Pollock, Rothko, Still y Newman. Sin embargo, su mirada posee una marca muy singular que viene de la originalidad de su proyecto histórico-estético.

A diferencia de la pintura sublime romántica del siglo XIX que, por ejemplo, a juego del diminuto monje de los cuadros de Friedrich o el pequeño pescador de las obras de Turner, proyecta una conmovedora relación entre una vasta infinitud carente de forma y la infinita pequeñez de las criaturas terrestres y humanas, la pintura sublime abstracta ha sustraído del cuadro esa relación al exteriorizarla para reintegrarla e interiorizarla pero en una nueva e insólita dimensión: cuando es  trasladada a la experiencia vivencial directa del espectador con la obra. Por estar creada sin figuración alguna, como mera representación pictórica del color sin bordes ni limitación, la pintura sublime abstracta suscita una repentina conversión del espectador. Al posicionarse ante ella, imprevistamente éste queda inserto en la escenificación práctica de una vía de contacto estético con la infinitud. Pasa a asumir un papel parecido al del monje o el pescador pero fuera del cuadro, en la escenificación de una vivencia que lo transforma llevándolo a transitar de un rol de contemplación hacia un rol de participación que lo involucra cuando encara la infinitud justo porque en el cuadro exclusivamente existen colores sin forma que, por ejemplo en Rothko, son simbolizaciones del mar, el cielo o la tierra.

Doble es, entonces, el modo en que la ilimitación se actualiza en la pintura sublime abstracta de vocación monocromática. Dentro del cuadro la ilimitación se hace vigente o actual porque se simboliza en una creación estética informe, donde un color tiene enigmáticamente el don de la ubicuidad; pero rompiendo los límites del cuadro, desbordándolos, la pintura monocromática gesta una escenificación extraordinaria que involucra vivencialmente al espectador como personaje en la puesta en acto de una auténtica experiencia estética de contacto con la infinitud. En esta doble actualización de la ilimitación reside el secreto de la creatividad de la pintura monocromática negra de Beatriz Zamora.

Para comprender la originalidad de su propuesta artística, superando el impacto sorpresivo del primer encuentro, es decisivo percatarse que en ella esa doble actualización de ningún modo adquiere la forma de una experiencia numinosa y panteísta marcada por una combinación ineludible de temor y reverencia. De ninguna manera se trata de propiciar ante la infinitud divina una reacción de temblor que produzca una libre sumisión (Kierkegaard). En dirección exactamente inversa, su actualización simbólica de la relación con la infinitud tiene un sentido crítico ecológico y humanista. A contrapelo de la efectividad regresiva o destructiva de la civilización moderna, su objetivo consiste en poner en escena una invitación genuina a cambiar la historia haciendo realidad la utopía enteramente vivible de armonización de la relación de la humanidad con la naturaleza y consigo misma.

La elección del negro como color de su pintura monocromática no responde a ninguna contingencia. Expresa la prolífica criticidad de su perspectiva artística.
 
Triple es el sentido de esa criticidad estética: antirracista, antiecocida y antimercado.

Oponiéndose a la codificación opresiva incluso de los colores que generó el surgimiento de la modernidad capitalista en un Occidente étnicamente blanco, para Beatriz Zamora es fundamental dejar atrás la adjudicación axiológica que, en función de la caracterización de lo blanco como sinónimo de lo puro, lo inocente, lo magnánimo, en síntesis del Bien, reduce y desvirtúa el negro atribuyéndolo invariablemente lo impuro, lo perverso, lo deleznable, en síntesis lo Otro o el Mal. La redefinición axiológica de los colores, en consecuencia, necesita superar toda codificación opresiva que proyecta hasta en el plano de la relación de la luz con la materia las estructuras de poder de la sociedad contemporánea. La redefinición del negro no sólo tiene un sentido histórico-estético para la decisiva revaloración y liberación de este color: redefine el sistema de valores asociado al sistema de colores para introducir la armonía como axioma de equilibrio. Sus más de dos décadas de pintura abstracta sublime cuyo principio es El Negro, han recurrido a la indagación de brillos, tonalidades, líneas y formas en torno a este color como metáfora del arcoiris. Abierta al encuentro y la solidaridad pluriétnica del género humano la suya constituye una perspectiva antirracista que en pleno siglo XXI contribuye a impulsar la superación de perspectivas segregacionistas basadas en la otredad mediante el respeto pacífico de la sociedad planetaria. Su visión antirracista desemboca directamente, así, en una propuesta antimilitarista, es decir, en su rechazo a la guerra y el fomento de la paz. Esta es la versión que ella le imprime a su apotegma: “el arte es un poder que siempre sale a la defensa de la vida y la humanidad”.

Desde esta crítica al racismo occidental y su concomitante impugnación antieurocentrista, Beatriz Zamora abre su mirada estética nutriéndola del taoísmo oriental. Sin rechazar las contribuciones de Occidente –que con los físicos modernos ha sostenido que 98% del universo es negro–, recupera un planteamiento filosófico tan profundo como el de Lao Tsé en el Tao Te King: “Quien conoce lo blanco pero permanece en el negro conoce la medida del Universo”. Se trata de una perspectiva que no piensa simplemente en la luz, sino precisamente en la infinitud. Paradójicamente, esa es la medida del universo. Lo infinito es la naturaleza, el universo en su totalidad. La pintura sublime de Beatriz Zamora, entonces, corresponde justo al intento de actualizar estéticamente la infinitud para escenificar una invitación que, contra la crisis ambiental mundializada de nuestra época, promueve el reencuentro ecológico con el universo y la naturaleza. En consecuencia, la suya es una visión auténticamente antiecocida.

Por el carácter ineludiblemente dificultoso del acceso a su propuesta de pintura sublime monocromática, la obra de Beatriz Zamora ha suscitado múltiples veces una incomprensión que le ha regresado resultando en un lazo difícil con el mercado.1 Su posición imbatible e irrenunciablemente comprometida con el florecimiento estético de su proyecto titulado El Negro, al rechazar subordinarse a los vaivenes de la mercantificación de las obras estéticas, que tanto ha crecido cimbrando y vaciando de su sentido utópico al arte de nuestro tiempo, expresa una toma de partido a favor de lo que en la línea de Walter Benjamín cabe denominar la autonomía estética. Para decirlo en otros términos: la pintura abstracta sublime de Zamora marcha a contrapelo del contrasentido esquizoide propio de la legalidad abstracta inherente a la forma contemporánea de la modernidad. Elegir hacer del negro el fundamento de la pintura sublime, de un modo efectivamente impresionante le permite introducir un color como símbolo de lo realmente sublime, de lo que es excelso en el mundo material: la infinitud del universo y el enorme potencial histórico de florecimiento del género humano.
 
Aquella profunda concepción de Benjamín que podríamos resumir afirmando que el aura de una obra de arte se define justo por el aparecimiento único o irrepetible de una doble lejanía, porque, por un lado, desde el presente la obra de arte permite entablar un vínculo con una herida, un dolor o una derrota del pasado para, por otro, complementariamente, tratar de enlazarse con el futuro invitando a la redención específicamente entendida como la supresión de todo dolor y todo horror en la historia social y ante todo en la historia moderna, podría ser traída hacia la pintura monocromática de Beatriz Zamora para decir que en ella la infinitud adquiere un doble sentido. Hacia el pasado, conectado con el origen de la vida e incluso más allá, el negro es el símbolo de la infinitud sublime del cosmos y la naturaleza, mientras que hacia el futuro constituye el símbolo de una posible ilimitación o infinitud sublime que con base en el florecimiento humano y la reorganización armónica del sistema de convivencia rija la historia de la civilización. Juntos forjan una genuina perspectiva cuyo núcleo duro, detrás de una forma místico-romántica, está compuesto por una radical invitación a hacer del encuentro con la ilimitación un principio utópico pero vivible de redefinición del “sentido” de la historia contemporánea. Es lo mismo que decir que en Beatriz Zamora, El Negro constituye la expresión sublime del principio esperanza.

Luis Arizmendi
Director de Mundo Siglo XXI


1 Este ir a contrapelo del mercado no ha cancelado el reconocimiento y las distinciones nacionales e internacionales que la obra  de Beatriz Zamora justamente ha merecido: Premio del Museo del Palacio de Bellas Artes, 1978; Mención Honorífica en la Cuarta Bienal Iberoamericana de Pintura, Museo de Arte Alvar y Carmen T. Carrillo Gil, 1979; Pollock-Krasner Foundation, Nueva York, 2002; y, el más reciente,  el Premio Cuatlicue 2004, otorgado en el marco de un Homenaje que le realizó la Coordinación Internacional de Mujeres en el Arte.